Dictadura y campamento en la playa
Estábamos
los cuatro en nuestros tardíos veinte, cuando una noche decidimos irnos a Punta
Brava, en Falcón.
Los
preparativos y logística los dejamos para la mañana siguiente antes de arrancar
en la camioneta del cabezón Rojas.
Ahí
comenzó el proceso de discusión. Mi
mujer y yo éramos minimalistas en esa época. Ya habíamos acampado en otras
partes, teníamos un carro pequeño y estábamos acostumbrados a ir con lo justo.
El
cabezón y la mujer eran más bien maximalistas. Querían llevar de todo.
La discusión comenzó a ponerse pesada.
De las palabras pasamos a las caras
congestionadas y a los gritos.
Que si ir a comprar la gasolina sin plomo a
Puente de Hierro para la cocina Primus y la lámpara...
Que no, que porque mejor no llevar solo pan,
atún de lata, jamón y queso...
Que si llevamos las ollas y el anafe...
Que no, que eso es muy complicado, que la
carne a la parrilla se llena de arena por el viento de la playa...
El caos cundió dentro de la camioneta...
Entonces se me ocurrió la idea clave que
salvó el viaje. Sobreponiéndome a las voces que discutían acaloradas:
- Oigan, vamos a hacer una cosa - y
dirigiéndome al cabezón, le dije -
- Mira, te declaro DICTADOR del viaje para la
playa, con autoridad exclusiva, plenipotenciaria y extraordinaria para
organizar la comida, la bebida, la acampada y todo lo relacionado con el viaje.
En ese momento se le iluminó la cara con su
sonrisa maracucha-cabimera.
-
Ahhh, ¿así es la verga? .... bueno, entonces vamos para la casa a
recoger el mollejero.
Ya llevábamos algo en la camioneta, pero para
lo normal de ellos, lo mínimo.
Resulta que al llegar a su casa embarcó en la
camioneta ollas, sartenes, el anafe, el budare, sillas de playa, platos de
peltre, cubiertos y un largo etcétera.
Puso la camioneta hasta el tope.
Creo que nunca hemos pasado un fin de semana
de playa tan opíparo y memorable.
El cabezón hizo cachapas, arepas, sancocho de
pescado, parrillada, chinchurria, morcilla, chorizo, yuca frita y algunas cosas
mas.
Mientras los demás disfrutábamos explorando la multicolor fauna marina del
arrecife de coral con las caretas y tubos respiradores, caminando por la playa,
dejándonos flotar perezosamente en la orilla del mar, durmiendo la siesta en
una hamaca y admirando la luna llena o cuando esta no estaba, la Osa Mayor y
las demás constelaciones del norte, el cabezón se pasó los tres días del fin de
semana largo en la cocina del campamento.
El último día, haciendo "sobremesa",
mi mujer inquisitiva:
- Chico, ¿por qué tú te martirizas tanto, por
qué tanto trabajo y tanto esfuerzo con la comida? ¿Por qué no te relajas y
disfrutas del mar?
Su respuesta emergió desde las profundidades
de un triste sentimiento de desánimo:
- Es que a mí no me gusta la playa.
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